Bestinfond: más de 30 años de lecciones de los mercados
Lo que debe tener claro un inversor en renta variable que quiere mantener su dinero invertido durante muchos años es que tiene que adoptar un doble compromiso. En primer lugar, debe comprometerse a ser paciente y esperar a que las inversiones maduren y generen los réditos deseados. En segundo lugar, debe mantenerse impasible ante la cantidad de estímulos negativos que, con toda seguridad, recibirá a lo largo de su horizonte temporal. Como ejemplo, hablamos de Bestinfond desde sus inicios hasta abril de 2025 y las principales –no todas– preocupaciones que asaltaron a los mercados en los 32 años de vida de nuestro fondo bandera.
06/05/2025
Fukushima: el terremoto tras el terremoto
El 11 de marzo de 2011 a las 14:46:23 hora local, un terremoto de magnitud 9,0 en la escala de Richter sacudió el océano Pacífico a 72 kilómetros de la costa japonesa. El temblor desató una energía 32 millones de veces superior a la de la bomba atómica Hiroshima, produjo olas que llegaron a los 40 metros de altura y pasó a la historia como el mayor desastre natural de la historia de Japón. Las imágenes de la destrucción dieron rápidamente la vuelta a un mundo conmocionado, que contenía la respiración con la mirada fija en los reactores de la central nuclear de Fukushima.
14 años después, recordamos el terremoto de Japón por los daños humanos que causó, el comportamiento ejemplar de los llamados Héroes de Fukushima –galardonados con el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 2011– o la gestión de una potencial amenaza nuclear. Su impacto económico, sin embargo, se trata como una cuestión meramente marginal. Pero durante los primeros días tras la tragedia, los mercados temieron unas devastadoras consecuencias económicas que, por su magnitud, podrían haber superando las fronteras niponas afectando a todo el continente asiático.
Es fácil analizar los shocks desde el mirador de la retrospectiva porque uno ya sabe exactamente en qué se debe fijar. Pero, en tiempo real, la cantidad de posibles escenarios, segundas derivadas y cosas que pueden ir de mal a peor, son –o pueden parecer– potencialmente infinitas. Al estudiar la historia, no basta con saber qué ocurrió, sino que también es necesario retrotraerse psicológicamente a aquel momento y sentir lo que se sentía entonces. Por este motivo, para aprender las lecciones del devastador terremoto de Japón, debemos repasar el contexto económico mundial en el que ocurrió.
En aquellos días, los mercados apenas estaban superando la conmoción de la Gran Crisis Financiera de 2008 y empezaban a descubrir que los problemas de Grecia eran la punta del iceberg con el que la Eurozona estaba a punto de colisionar. Los rescates de varios bancos europeos a lo largo de 2009 y 2010 no fueron suficientes para recuperar la confianza y, pronto, la expresión “prima de riesgo” estaba en todos los periódicos, telediarios y conversaciones de los países de la periferia. Los precios del maíz, trigo y soja estaban disparados y la Primavera Árabe estaba transformando el mapa geopolítico del norte de África. La sensación de incertidumbre era enorme por todo el mundo, excepto por Asia.
Hasta aquel momento, Asia había permanecido como el reducto de la tranquilidad para los inversores. China había conseguido mantener sus tasas de crecimiento económico por encima del 9% y, tras años de expansión, había superado a Japón como segunda economía mundial. Los japoneses, por su parte, aunque seguían purgando los efectos de la devastadora burbuja que explotó al final de los años 80, se habían acoplado bien al crecimiento de su vecino. El país nipón era el mayor importador y exportador de China y se estaba ganando bien la vida como principal socio comercial de la que, por aquel entonces, era la gran locomotora del crecimiento mundial. Entonces, ocurrió el terremoto.
Las primeras estimaciones del coste de reparación oscilaban entre el 5% y el 10% del PIB japonés. Japón, que todavía seguía sepultado bajo una montaña de deuda –que representaba el 180% de su PIB– y una deflación crónica, se enfrentaba a una reconstrucción inabarcable. ¿Quién podría ayudar a sufragar los gastos si toda la pólvora financiera seca se había consumido en Estados Unidos? ¿Cómo podrían convivir un Japón devastado y una Eurozona a punto de implosionar? ¿Qué efectos podría tener el terremoto en otras economías de la región? Y, lo que nadie se atrevía a preguntar: ¿Cómo impactaría en el crecimiento y la estabilidad de China?
De la noche a la mañana, una buena parte de la tercera economía del mundo se había reducido a escombros y el peligro de una catástrofe nuclear solo podía complicar aún más las cosas. El de Fukushima fue el terremoto tras el terremoto de la gran crisis financiera: ponía la puntilla a cualquier esperanza de recuperación del crack de 2008, aceleraba la crisis de la Eurozona y amenazaba la prosperidad de la única región en la que los inversores todavía confiaban. Seis meses después, la bolsa japonesa había caído un 15%, la norteamericana un 10% y la europea un 17%, en divisa local. No había escapatoria posible. La renta variable volvía a ser la ratonera de la que todo inversor quería salir.
Siempre hay un motivo para vender
Cuando llega al mercado una noticia tan abrumadora como el terremoto de Fukushima, además del impacto por la tragedia humana, el miedo a las consecuencias económicas golpea a la psicología de los inversores. A falta de una estimación veraz –que en los primeros momentos tras un shock son imposibles de calcular– los mercados siempre se ponen en el peor escenario posible por precaución y para no pillarse los dedos. Entonces, se escuchan razonamientos como: siempre tendremos tiempo para recomprar cuando las cosas se tranquilicen, que provocan ventas preventivas –primero vender y luego pensar– para evitar males mayores. Pero este planteamiento, que en el momento puede parecer razonable, oculta una enorme falta de comprensión sobre el funcionamiento de la bolsa.
Para entender el error que suponen las ventas preventivas basta con mirar el siguiente gráfico. En el se puede ver la evolución del valor liquidativo de Bestinfond desde sus inicios en 1993 hasta abril de 2025 y las principales –no todas– preocupaciones que asaltaron a los mercados en los 32 años de vida de nuestro fondo bandera. El resultado habla por sí mismo.
La lógica de ponerse en lo peor por prudencia o por lo que pueda pasar, es incorrecta porque en la inmensa mayoría de las ocasiones lo peor casi nunca termina por ocurrir. Esta forma de pensar trata como centrales a escenario extremadamente negativos que, por definición, son marginales y altamente improbables. Se trata de una incorrecta asignación de probabilidades que bajo ningún concepto puede ser calificada como prudencia, sino simplemente como un error provocado por el miedo. Un error que provoca salidas anticipadas que cortan la rentabilidad del capital mientras los mercados suben o ventas que realizan pérdidas en el peor momento de una mera corrección que es rápidamente superada por el mercado. En ambos casos, el impacto en los resultados de una cartera son demoledores.
Sin embargo, en otras ocasiones los riesgos sí se materializan y provocan fuertes caídas en los mercados –en el gráfico se aprecian los descensos de 2008, 2020 y 2022, por ejemplo–. En esos casos, es evidente que las ventas preventivas sí podrían haber evitado pérdidas cuantiosas. Sin embargo, hay que tener en cuenta dos factores. El primero es la bajísima probabilidad que hay de vender en zona de máximos en anticipación a una gran crisis y, más baja aún, es hacerlo de forma recurrente.
El segundo es que, para que tenga sentido la venta de un activo que tiende a subir con el paso del tiempo –como es la renta variable– debe ir acompañada de una estrategia de reentrada a precios más bajos. De lo contrario, además de evitar la caída, el inversor que acertadamente venda en máximos también se perderá la recuperación y la continuación de la tendencia alcista secular de las bolsas. En otras palabras, sin una reentrada adecuada, incluso una salida a tiempo del mercado puede transformarse en una mala decisión a largo plazo.
El peligroso por si acaso
Invertir bien a largo plazo es sencillo en teoría, porque simplemente consiste en dar el tiempo suficiente para que el interés compuesto actúe sobre una cartera. Pero en la práctica es muy difícil porque incesantemente aparecen motivos que incitan a vender precipitadamente, reducir los plazos de inversión, realizar pérdidas innecesarias y acortar los periodos de subida del capital. Siempre hay un motivo para vender, algo que puede se puede complicar, un riesgo que puede ocurrir o una mala noticia que se acaba de conocer. Las diferencias entre la teoría y la práctica son enormes cuando hablamos de invertir a largo plazo.
Lo que debe tener claro un inversor en renta variable que quiere mantener su dinero invertido durante muchos años es que tiene que adoptar un doble compromiso. En primer lugar, debe comprometerse a ser paciente y esperar a que las inversiones maduren y generen los réditos deseados. En segundo lugar, debe mantenerse impasible ante la cantidad de estímulos negativos que, con toda seguridad, recibirá a lo largo de su horizonte temporal. Si uno de estos dos compromisos falta, la estrategia deja de funcionar.
Invertir a largo plazo exige saber escalar el muro de las preocupaciones. Un muro que se levanta constantemente con cada mala noticia que llega al mercado. Para poder escalarlo, es imprescindible una visión largoplacista y entender que, aunque siempre parece haber un buen momento para vender, la clave está en mantener la cartera invertida. Ante las noticias negativas, la mejor actitud que puede seguir un inversor es recordar el plan inicial y no deshacer las posiciones de manera preventiva ni acelerada. Las ventas preventivas, el ya tendremos tiempo para comprar y el primero vendo y luego pienso son los peores enemigos de un inversor. El pensamiento del “por si acaso pasa algo malo” es, por sí mismo, lo peor que puede pasar.
Fukushima, tres años después
El desastre de Fukushima no tuvo las duras consecuencias económicas que muchos anticiparon, a pesar de lo compleja que era la coyuntura mundial cuando sucedió. Según datos del Banco Mundial, la economía japonesa mantuvo su tenue crecimiento positivo durante los siete años siguientes, mientras que la china mantuvo ocho años unas tasas de crecimiento superiores al 5%. Los mercados, poco a poco, fueron encontrando un equilibrio dentro de un entorno extraordinariamente incierto y las grandes empresas cotizadas siguieron expandiendo sus negocios por todo el mundo.
Tres años después del terremoto, las bolsas de Japón, Europa y Estados Unidos, acumulaban rentabilidades cercanas al 60%, 25% y 45%, respectivamente. Pero, por el camino, tuvieron que soportar el rescate de la periferia europea, el máximo histórico de la prima de riesgo española, la rebaja de rating de la deuda norteamericana, las protestas ucranianas del Euromaidán, las tensiones derivadas de la anexión de Crimea y un gran brote de ébola en África, entre otras cosas. A pesar de haber tenido buenos motivos para vender, la decisión correcta para superar el muro de las preocupaciones siguió siendo la de comprar y mantener.
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